lunes, 22 de agosto de 2016

Las epidemias de Barcelona

Las epidemias

una constante en la historia de Barcelona

No hay nada más aterrador que una amenaza invisible. Lo que no puede verse nos causa un temor irracional, por mucho que la ciencia avance. Las crónicas de Barcelona recogen como la ciudad padeció sucesivas epidemias a lo largo de su historia, que diezmaron la población. La peste, la fiebre amarilla, el tifus o el cólera dominaron la vida urbana, y aunque pueden parecer azotes de otras épocas, la última que se ensañó con la ciudad ocurrió en 1971.
Daniel Venteo, historiador y museólogo, relata como la última pandemia registrada en Barcelona ocurrió en 1971: fue el cólera. Duró alrededor de tres meses, se contabilizaron tres muertos y más de 400 ingresos hospitalarios. Rastrear la hemeroteca de esos días, entre julio y septiembre, es un ejercicio curioso: mientras oficialmente se negaba la existencia de la enfermedad (el régimen no toleraba que algo así pudiera ocurrir en España), se daba cuenta de que se iba controlando el brote. Por ejemplo, el 7 de julio la dirección general de Sanidad hacía público un comunicado según el cual los datos sobre el cólera eran producto de una "información tendenciosa de algún periódico extranjero", pero el 24 del mismo mes se daba cuenta de que ya se había controlado la enfermedad en la cuenca del río Jalón y en Zaragoza. El 26 de octubre se informó de que Francia ya no exigía la vacuna para entrar en el país vecino desde España, que era el circunloquio empleado para decir en realidad que había pasado el peligro. Pero no fue una situación de risa: el hospital del Mar (que ya nació en 1905 para hacer frente a las pandemias cíclicas que sufría la ciudad) abrió una unidad de diagnóstico y tratamiento del cólera en tres pabellones del centro, ante la gravedad de la situación.
Pese a todo, la Barcelona de los setenta no tenía nada que ver con la del siglo XIV. En mayo de 1348, un barco procedente de Génova atracó en la ciudad para descargar sus mercancías. La mayor parte de su tripulación ya estaba en las bodegas, enferma. Una vez en el puerto, primero empezaron a morir los estibadores y luego devastó al resto de la población. Era la peste negra, que se llevó por delante al 60% de los barceloneses, según algunas fuentes, aunque es prácticamente imposible contar con un recuento fiable.
Para los ciudadanos de esos tiempos, una pandemia de este tipo parecía el fin del mundo. La gente moría a mansalva; es fácil intuir por qué: las condiciones higiénicas eran deplorables y además había sido un año muy frío, precedido por malas cosechas, con lo cual los barceloneses estaban ya muy debilitados.
Recientemente, las excavaciones han puesto al descubierto una fosa común donde posiblemente fueron enterradas víctimas de la peste, porque los cementerios estaban atestados, en la iglesia de Sant Just i Pastor, en el Barri Gòtic. Ante la gravedad de la situación, el Consell de Cent creó la Junta del Morbo para afrontar la catástrofe.
Como faltaba una respuesta científica, la gente buscó el amparo del poder divino: si el hombre no podía, que Dios se llevara la plaga. Por ejemplo, el 14 de mayo se organizó una gran procesión para pedir ayuda al Altísimo, que se inició en la catedral y terminó en Santa Maria del Mar, más allá de las murallas. Y, ante la carencia de explicación racional, se buscaban todo tipo de motivos para la hecatombe: una conjunción astral, los pecados del mundo y, algo recurrente en la historia, los judíos, a quien se culpó falsamente de envenenar los pozos. Así, tras el entierro de una víctima de la peste, la turba asaltó el Call. Naturalmente, tal castigo no tuvo ninguna incidencia en la erradicación de la enfermedad.
El 17 de julio de 1821, otro barco trajo la parca a la ciudad. Se llamaba El Gran Turco. Formaba parte de una flota que navegó entre Las Antillas y España, y tras hacer escala en Málaga, fondeó en Barcelona. Cuando atracó, varios calafateadores fallecieron por una dolencia que costó tiempo diagnosticar: la fiebre amarilla. En realidad, los tripulantes ya llegaron enfermos, apiñados en sus bodegas, tras contagiarse en América.
En pocos meses se contaron 6.244 víctimas, en una ciudad de 100.000 almas. La mortandad desató el pánico en las calles y barrios cercanos al puerto se despoblaron, mientras que en Sants, Hostafrancs y Montjuïc florecían las barracas en las que se asentaban los que huían de la plaga. De esta gran tragedia nos queda un recuerdo: un templete en el cementerio del Poblenou, erigido en 1823 por Antonio Ginesi y reformado por Leandre Albareda en 1895, en memoria de los médicos y concejales del Consistorio que no huyeron de la capital y fallecieron combatiendo la enfermedad.
No es fácil encontrar estadísticas sobre la mortalidad que causó el tifus exentemático entre 1941 y 1942, como tampoco es seguro por qué se le llamó a esta plaga el piojo verde, ya que no hay ninguna variedad de este animal, que actuaba como transmisor, que luciera tal color. Es posible que se la bautizara así para asociarla a una canción perseguida por la Iglesia: Ojos verdes, de Rafael de León, considerada tremendamente erótica en esos tiempos. Era una enfermedad desconocida en estos pagos, y no se puede descartar que la propagaran las tropas llegadas de África para la Guerra Civil. El primer contagio en Barcelona se produjo durante el verano de 1941, así como el primer fallecimiento. Sabemos quién fue la víctima: Rosa Soler Cañas, asistenta, que expiró en noviembre. Las memorias médicas de esa época hablan de una irrupción "brusca y masiva". El hospital del Mar tuvo que doblar sus camas para atender a los enfermos y, en 1943, la estadística arrojó el balance de 2.435 casos, con una mortalidad del 15%. Entre los fallecidos había mucha gente humilde, que era llevada al antiguo pabellón de Rumanía de la Exposición Universal, pero también ciudadanos ilustres.. En el hospital del Mar, centro de la lucha contra el piojo verde, se dejaron la vida en el combate cinco médicos y enfermeras.
Aunque parece un capítulo cerrado, episodios como la gripe aviar o el ébola nos recuerdan que los enemigos invisibles son feroces, y que las epidemias aún existen.

La gran epidemia del 14
  • Don Dinero puso contra las cuerdas a la ciudad: la avidez de las compañías de aguas causaron el catastrófico suceso
  • La Primera Guerra Mundial cosechaba víctimas a diario en las trincheras al tiempo que España, territorio neutral, lidiaba sus propias batallas

 Barcelona 1914, fuentes, plaça del Padro, purificando las aguas contra la epidèmia del tifus que asolaba la ciudad (Propias)


 La guerra es una enfermedad como el tifus’, sentenció Antoine de Saint-Exupery. El escritor no andaba errado: la Gran Guerra pasará a la historia como la primera en cifra de fallecidos en combate, superando a los muertos por enfermedades. Pero tamaña afirmación no andaba errada. Barcelona sería la muestra: España se había declarado neutral al conflicto pero ello no le libró de las epidemias que azotaron a su población durante aquel tumultuoso otoño de 1914.
Hubo un día en el que el tema de la guerra desapareció de las conversaciones familiares de los barceloneses y solo se hablaba del tifus.
Fueron aquellas fechas en las que Barcelona vio su población diezmada por la enfermedad. Las fiebres tifoideas, que se cobraban alrededor de cuatrocientas víctimas al año, eran endémicas en la ciudad. Pero aquella fatídica fecha se convirtió en la espoleta de la que sería la última epidemia más grave de nuestra historia contemporánea.
Pongámonos en situación: la Barcelona de aquella época era una urbe insalubre, sucia y anegada de basura. Las azoteas de los edificios albergaban palomares y ratas muertas. Como si de granjas se tratase, los ciudadanos alojaban también en sus terrazas jaulas de gallinas y conejos. En los patios criaban a los cerdos y las lecherías ubicadas en el núcleo urbano eran servidas por vacas aposentadas en establos contiguos, que eran parte también del paisaje ciudadano.
Una parte de la población vivía en condiciones muy deficientes. La Ley de Casas Baratas de 1911 había intentado resolver este problema, generalizado en todo el país. Pero fue un intento en vano.
El agua era un lujo tan necesario como inaccesible. Solo unos pocos gozaban del privilegio de acceder a su suministro local. También contados centros sanitarios y casas disfrutaban del mismo. El pueblo llano se veía obligado a acudir a fuentes, baños municipales y lavaderos.
Las instalaciones de conducción del agua se remontaban a la época romana: los pozos comunitarios que nutrían las fuentes urbanas provenían de los ríos Besòs y Llobregat, así como del canal de Montcada (Rec Comtal). En 1825 se había iniciado el proyecto de canalización de este canal hasta el Raval, precursor de otras canalizaciones. Tamaño proyecto había atraído a inversores de empresas extranjeras, que empezaron a construir las redes que habrían de suministrar a los particulares.
En 1909 el agua iniciaría su periplo municipal, con la oposición de propietarios de minas y de las compañías privadas que construían pozos y conducciones.
Cinco años después, Barcelona se sumiría en el caos como consecuencia de la competición por el servicio entre la empresa municipal Aguas de Montcada y la privada SGAB.
Una gran epidemia de tifus se abatiría sobre la población. La infecciosa y contagiosa enfermedad afectaría  a 25.000 ciudadanos aproximadamente, de los que fallecerían unos 2.036.
La señal de alarma partió del barrio de Sant Andreu, donde sus médicos serían los primeros en detectar el incremento de las fiebres en la población.
Paralelamente un abogado de la Societat General d’Aigües, Ramon Hurtado, había señalado en un mapa de la ciudad una cruz sobre el domicilio de cada fallecido por el tifus. Las cruces acumuladas en determinadas calles demostrarían que los muertos se concentraban en las viviendas que se abastecían de agua proveniente de Montcada: Barri Vell y Eixample hasta Consell de Cent y La Barceloneta.
Al tiempo, la prensa política y médica se hace eco de la magnitud de la epidemia, denunciando la ausencia de los análisis de control diarios del agua.
Ramon Turró director del Laboratorio Bacteriológico Municipal, denuncia a Aguas de Montcada como responsable del brote, lo que subleva al Colegio de Médicos. El veterinario, reconvertido en investigador científico de prestigio y haciendo gala de una consumada audacia, procede presuroso a pintar cruces rojas que señalen las fuentes contaminadas. 
Mientras, los avispados empresarios y laboratorios de la época se solazan vendiendo sus milagrosos remedios contra la enfermedad, y la sanidad pública lucha por imponerse al caos sin éxito.
Soliviantado, el pueblo barcelonés se lanza a las calles para manifestarse contra la inutilidad de las autoridades para controlar la mortal epidemia.
La protesta popular acabaría a tiros pero lograría que el 21 de noviembre se procediera al cierre de las aguas de Montcada. El día 28 el tifus se daría por vencido.
La SGAB, con el tiempo, ganaría la batalla conquistando el suministro del agua en Barcelona.

Epidemias de peste

fig.3.fossa
La Barcelona medieval mantuvo sus hábitos y costumbres funerarios a pesar de encontrarse en un episodio de epidemia de peste. Esta es una de las conclusiones que ha aportado el estudio de los entierros de una fosa múltiple encontrada en el interior de la basílica de los Sants Màrtirs Just i Pastor, una de las iglesias más antiguas de Barcelona. La fosa fue descubierta durante la campaña de excavaciones del año 2012, dentro del proyecto de investigación sistemática que se está llevando a cabo en la basílica desde el año 2011 como parte del plan Barcino.


Para hacerse una situación de lugar, hay que ir hasta la misma fundación de lo que hoy conocemos como Barcelona y que nació como una colonia fundada por el emperador romano Augusto en torno a dos pequeños cerros. Uno era el monte Tàber, en la actual calle del Paradís; y el otro se encontraba donde hoy está la plaza de Sant Just. Esto hace que en el subsuelo de la basílica de los Sants Màrtirs Just i Pastor haya documentada una ocupación humana continuada desde el mismo momento de la fundación de Barcino hasta la actualidad.
La fachada actual del edificio es neogótica, del XIX, pero la nave es de factura gótica. Se empezó a construir en 1342, y en 1363 ya se habían terminado los tres primeros tramos de la nave. Sin embargo, los orígenes del templo hay que ir a buscarlos mucho más allá, a principios del siglo VI, cuando se erigieron una basílica y un baptisterio. La iglesia fue catedral en época visigoda. Todo ello hace que sea un lugar muy importante, donde las excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo aportan mucha información y no pocas sorpresas. Una de estas sorpresas ha sido el hallazgo de la citada fosa común en el subsuelo de la actual sacristía.

Los resultados de los estudios llevados a cabo con los restos encontrados se han publicado en la revista Quarhis (Quaderns d’Arqueologia i Història de la Ciutat de Barcelona), que edita el Muhba (Museo de Historia de Barcelona), y los firman Julia Beltrán de Heredia e Irene Gibrat. Las autoras explican que la zona donde fue localizada la fosa está “muy alterada por las estructuras del edificio gótico”. Tenía una profundidad de 1,5 metros y se supone que originariamente tenía unas dimensiones mínimas de 4 x 3,5 metros. En el interior había 120 entierros hechos de manera simultánea en un periodo de tiempo de entre dos y cinco días. La fosa había sido cubierta con una gran cantidad de cal viva para desinfectar y evitar la proliferación de bacterias.
La importancia de este hallazgo radica en el hecho de que es la primera vez que se encuentra un testimonio directo de una epidemia de peste en Barcelona. Beltrán de Heredia y Gibrat explican: “Hay muchos estudios vinculados al tema de la peste negra; sabemos que afectó a todas las clases sociales, también sabemos de las revueltas del Call, cuando la población culpó a los judíos de la peste, de las ordenanzas del Consejo de Ciento para proteger a la población, de las consecuencias sociales y económicas, pero no tenemos datos arqueológicos sobre esta epidemia”.

El hecho de que la fosa se haya encontrado en un lugar sagrado, allí donde habitualmente se celebraban los entierros, y la disposición en que se encontraron los cuerpos, colocados unos junto a los otros, la inmensa mayoría en decúbito supino y con las manos sobre el pecho, y vestidos con un sencillo sudario, indican que, a pesar de la gravedad de la situación, fueron tratados de manera cuidadosa y con respeto y que no se modificaron los hábitos de comportamiento habituales ante la muerte. Parece que este mismo comportamiento se siguió en las demás parroquias barcelonesas, como Santa Maria del Pi o la propia catedral. Hay que recordar que en aquella época los entierros tenían lugar en cementerios parroquiales y, en ocasiones, en el interior de las iglesias.
En otros lugares de Europa, como Londres, sí hay documentados entierros de epidemias de peste, pero allí construyeron dos cementerios especiales totalmente nuevos, alejados de la ciudad. En Barcelona, en cambio, a pesar de la falta de espacio, está claro que se mantuvieron, dentro de lo posible, los hábitos y las tradiciones funerarias. Y eso que la ciudad, encorsetada por las murallas, tenía problemas de espacio y los cementerios no daban abasto. Se halla documentado el hecho de que, en aquella época, en Santa Maria del Pi se compraron algunas casas de los alrededores, que habían quedado vacías al morir sus propietarios, para poder ampliar el cementerio.

 http://www.raco.cat/index.php/AnalesMedicina/article/viewFile/103460/152729
 http://www.lavanguardia.com/local/barcelona/20150819/54435891358/epidemias-constante-historia-barcelona.html.
 http://www.lavanguardia.com/hemeroteca/20141128/54420708270/barcelona-tifus-epidemias-1914-primera-guerra-mundial-agua-contaminacion-companias.html
 http://lameva.barcelona.cat/barcelonablog/insolito/cuando-barcelona-sufria-epidemias-de-peste?lang=es

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