Barcelona distraída y muy secreta
Por Xavier Theros. Poeta y antropólogo. Cronista de la ciudad en el diario El País
No sé si es por la edad o por los quebraderos de cabeza, que tengo
cierta tendencia a dejar desperdigados trocitos de mí misma; como si
temiera perderme, o no confiase en quien me gobierna. Nostálgica de la
infancia, me he visto obligada a dejar un rastro de migas de pan. Para
verme de verdad hay que levantar la mirada, buscarme detrás de un banco
de piedra o atisbarme en un agujero. Soy torpe en los detalles,
desconfiada y reservada. Y escondo mis tesoros con la avaricia de quien
siempre peligra. No por casualidad los objetos encontrados más
habitualmente por los arqueólogos que me hurgan son las balas de cañón,
de todos los tamaños y las épocas. Con tanto estallido y tanta bomba
tengo problemas de memoria. Demasiado a menudo me he dejado deslumbrar
por los grandes proyectos. No he planificado mucho, he crecido a golpe
de acontecimiento y deprisa y corriendo; me gusta cambiar de sopetón la
decoración de casa. Si me paro me deprimo, me da un
spleen de tortel de los domingos; ese gusto por la indiferencia tan catalán que aquí llamamos
seny.
De pequeña era tan poca cosa que a duras penas fui conocida por unas
murallas, ocultas durante siglos entre paredes medianeras. Yo vendía el
agua que necesitaban las naves que viajaban de Empúries a Tarraco. Ahora
exhibo un trozo de acueducto falso ante la catedral, para deleite de
los turistas. Después salté los muros y me salieron un montón de villas
nuevas, como un sarpullido adolescente: la del Pi, la del Mar y la de
Sant Pere, por donde he dejado esparcidas fachadas góticas y marcas de
cantero. Aún conservo la puerta del huerto de los templarios, y el hueco
de una mezuzá judía en un portal del Call.
© Stéphane Carteron
Aprovechando la abundancia del tráfico marítimo, estrené murallas
para dar cabida a los nuevos vecinos. Y ya puestos, segura de
enriquecerme construyendo casas para los emigrantes que me poblarían,
también rodeé los huertos del Raval. Desgraciadamente, llegó la peste
negra, y en lugar de crecer me adelgacé un tercio. De aquella pesadilla
guardo pocos recuerdos, solo las iglesias más bellas que tengo: la del
Pi, la del Mar y la catedral. Aquellas epidemias duraron más de un
siglo, y al acabar llegaron los soldados como una plaga de langostas.
Los segadores se alzaron, y en muchas esquinas de piedra conservo marcas
de los lugares en los que afilaban las bayonetas. Ya me resignaba a mi
tamaño, recién acabada la Guerra de Sucesión, cuando me cortaron un
pedazo para construir la Ciutadella. Me amputaron medio barrio de la
Ribera; aún se me puede ver la cicatriz en una casa partida por la mitad
del paseo del Born. Tengo la piel repleta de símbolos masónicos y
tatuada con viejos vítores pintados con sangre de toro en los portales
de los antiguos doctorados universitarios.
Ante la antigua isla de Maians, a costa de años de echar escombros,
al fin me salió una península, que por semejanza bauticé como la
Barceloneta. Lugar de marineros y tabernas que aún conserva su antiguo
faro. Una vez libre de murallas me expandí por todos lados. Los
militares me dieron permiso para poblar los Vinyars, una amplia zona de
seguridad para sus cañones; y la llamé Eixample. Entonces di el estirón.
Me hice mayor de repente. En poco tiempo ya me había extendido
engullendo a todos los municipios del llano. Los pueblos que me rodeaban
nunca me lo han perdonado, y siguen conservando cierta independencia en
la actitud y en los modos. Si saben buscar entre los pliegues de mi
vestido hallarán los casinos de cada lugar, aún con olor a pueblo.
© Josep Esplugues / AFB
Junto a estas líneas, el muelle de pescadores de la Barceloneta en una imagen tomada entre 1880 y 1889.
Más tarde parcelé las huertas de Sant Bertran y apareció el
Poble-sec, la avenida del Paral·lel y la Exposición del 29. ¡Hay que ver
lo que salió de un campo de habas! Mi nostalgia juguetona hizo que el
primer barrio de barracas me saliese en Montjuïc y se rodease de
gallineros y tomateras. Otra guerra civil me hizo varias placitas y
avenidas, y los urbanistas de la aviación italiana me dejaron una hilera
sin casas en el Arc de Sant Agustí, de recuerdo. Hasta muchos años
después no se encontraría por casualidad la plaza del Milicià Desconegut
[miliciano desconocido], rotulada con alquitrán en la plaza de Sant
Josep Oriol; o la última sirena de la defensa aérea, colgada en la
azotea de Can Jorba. Por mucho que quisiera castigarme dejándome sin
obra nueva en el centro, el dictador contribuyó a preservar de la
especulación mis rincones antiguos y pude salvar mucho. Durante aquella
posguerra tan larga acogí a casi un millón de nuevos vecinos, pese a no
estar preparada. El Somorrostro, el Pekín, el Carmel o la Perona,
lugares de mi geografía que se borraron a toda prisa para no avergonzar
al régimen a ojos del mundo. Improvisando de mala manera, prevaleció
como siempre el derecho a la ganancia; y me salieron montones de bloques
de hormigón, sin ningún servicio básico. La política de verdad la
llevaban a cabo las asociaciones de vecinos, mientras los
otros catalanes
se amontonaban en la Zona Franca. Y la Guineueta, Canyelles o Verdum
iban emparentando con los municipios adyacentes, también repletos de
emigrantes meridionales. Así me convertí en el centro de un área
metropolitana de 4,5 millones de personas.
Las últimas tierras conquistadas en mi municipio me han hecho llegar
al mar, en la Vila Olímpica. Otras me han tapado agujeros, como el
Fórum, que oculta lo que fue el temido Camp de la Bota. Y las hay que se
han planteado como un distrito tecnológico, así el 22@.
© Alexandre Merletti / AFB
Abajo, la barriada de Pekín, situada entre el Poblenou y Sant Adrià, afectada por un temporal en febrero de 1919.
A trompicones sigo en crecimiento; capeando con cierta indolencia la
tentación de perder mi personalidad para convertirme en un lugar neutro e
internacional. Siento la melancolía de quien espera un nuevo
acontecimiento que me dé la excusa para ponerlo todo patas arriba.
Mientras tanto mis barrios populares se alejan, y el centro se convierte
en un escaparate monumental.
Siempre he sabido que las ciudades somos algo más que urbanismo y
estadística. Estamos hechas de retazos de tiempos pretéritos, y dejamos
un rastro de pequeños detalles que a veces no sabemos cómo explicar a
nuestros hijos. Yo puedo enorgullecerme de tener una historia larga y
densa. He sido capaz de conservar un montón de espacios en que leer las
pasiones y los anhelos que han marcado mi vida. En otros lugares del
mundo mis paredes estarían llenas de placas azules de metal recordando
una casa natal o un detalle curioso. En cambio, a mí siempre me ha dado
pereza recordar según qué cosas. Y muy a menudo lo he acabado haciendo
obligada por la presión vecinal. Hay partes enteras de mi biografía que
aún me duele mostrar, pero a otras les presto una atención excesiva. Me
costó abrir los refugios de la Guerra Civil, y no dejo de darle vueltas a
qué hago con los antiguos teatros del Paral·lel. Apenas hablo del
pasado libertario, igual que nunca me gustó reconocer que fui un puerto
norteamericano. Parece que me acabe de enterar de que hubo barrios de
barracas, y veremos qué acabo haciendo con el castillo de Montjuïc.
Gracias a Dios, soy de natural distraída y me voy dejando cosas por el
camino.
Pese a que me esfuerzo aún me explico poco a los jóvenes. Gran parte
de lo que soy está al margen de los circuitos turísticos. Es importante
dar a conocer mis archivos documentales y fotográficos, muchos de ellos
digitalizados en la red. Entre las carencias echo de menos en internet
al
Diari de Barcelona, decano de la prensa continental. Hay que
potenciar los grupos de investigación local y difundir sus trabajos.
Ser distraída me ha hecho secreta, pero no porque pretenda que solo los
iniciados lean los mensajes de mis paredes.
Barcelona ha tenido tanto éxito vendiendo su imagen al mundo, que ha
hecho de ello su principal fuente de ingresos. La presión del turismo en
Ciutat Vella ha expulsado a muchos barceloneses hacia una serie de
metástasis del centro como lo han sido Gràcia, el Born, el Poblenou y
ahora el Poble-sec. Es perceptible una reactivación de la vida de
barrio, con todo lo que tiene también de elemento nostálgico.
© AFB
A pie de página, paseantes en la montaña de Montjuïc entre 1910 y 1920, antes de la gran reforma de la Exposición Internacional.
En los últimos años ha faltado una atención más exigente a la
conservación de establecimientos públicos, tiendas y comercios
centenarios de Ciutat Vella, que en muchos casos se han visto obligados a
afrontar costosas adaptaciones o a cerrar. Al mismo tiempo, elementos
privados tan vistosos como decoraciones de fachadas, relojes públicos o
farolas ornamentales han desaparecido del paisaje tras una restauración
del edificio que los acogía. La ciudad está llena de rótulos de viejos
negocios esperando ser catalogados. Lo mismo puede decirse de la
aparición de inscripciones de la Guerra Civil, o tapas de alcantarilla
que aún conservan los escudos de los antiguos municipios independientes.
En una ciudad como esta la historia está por todas partes. Y en la
labor de conservarla y darla a conocer deben estar implicados tanto los
organismos públicos como los historiadores aficionados. El caso más
evidente sería el de Valerie Powles (1950-2011), la vecina de Poble-sec
que luchó por la supervivencia del refugio 307 o de El Molino. Igual que
se hizo en tiempos de los primeros ayuntamientos democráticos con los
centros cívicos, hoy se podría alejar el peligro de la
despersonalización apostando por la historia local. Potenciando una
percepción que entienda el pasado como una posibilidad de ocio, como un
rasgo de identidad y como un valor añadido para vivir en un cierto lugar
de la ciudad